Descubriendo a nuestros mayores (continuación)

Juan

Le saludo cuando llego -está ingresado- y él me pregunta quien soy. Le contesto una, dos, tres veces, muchas más, mientras el me arrima a su cara sin que yo sepa para qué, y  yo, ignorante, le respondo con besos, una, dos, tres veces, muchas más. Y no sé qué le pasa hasta que una enfermera me dice que apenas oye y que ve mal. Y entonces grito de nuevo en su oído izquierdo mi nombre y cierro la puerta porque creo que con tanto grito me van a echar del hospital. Él dice que se me oye mal porque hablo muy bajito y yo siento que no puedo gritar más, y de esa manera tan complicada, por fin, nos entendemos y charlamos.  A veces, su cara se encoge de tristeza y llora; es cuando me dice que el párroco ha ido a verle, o que solo su nieto va a visitarle dos veces al año, o que le duele la pierna y que no lo entiende porque él nunca ha hecho mal a nadie. "Ven a verme, ven a verme" me dice. Y llora. Pero hemos charlado un rato, hemos disfrutado mucho, los dos, lo sé, charlando este rato de esa manera tan particular.

Haydée

He tenido que buscar a Haydee debajo de las piedras. Desapareció hace meses y no la he vuelto a ver. Cuando la encuentro, cuando la abrazo, cuando la beso, cuando la escucho, me doy cuenta de por qué la echaba tanto de menos.

Dice que no está enfadada pero que no va a volver al taller porque no consiente que los demás hablen mal de los inmigrantes. Le he dicho que no haga caso, que le resulten indiferentes esos comentarios, que yo la necesito, que la necesitamos en el taller. Se ha vuelto y me ha mirado con un asombro absoluto -¡¿Indiferencia?!- no entiende de qué hablo -¿indiferencia?- Su cara y sus manos se han abierto haciendo de ella un enorme interrogante -¡no puedo ser indiferente a nada!- exclama -¡estoy viva! Las cosas me gustan o no me gustan, pero nada me resulta indiferente- repite -¡estoy viva, todo me sugiere! ¿¿cómo ser indiferente??-

Me he quedado sin palabras. La miro y dejo de luchar contra las lágrimas.

Al despedirnos me ha regalado un proverbio hindú:

Si tienes dos panes, vende uno y cómprate una azucena

Ya sé por qué la buscaba. Ya sé por qué la necesito.

María

 -Ese papel no, ése que has cogido es muy oscuro-, me dice, y busca entre la montaña de papeles de revista uno especial. Después me enseña a doblarlo. Después coge las tijeras y me enseña como cortar con todo cuidado por una raya imaginaria. Después prueba como queda sobre el cuadro y me explica hasta donde tiene que llegar para tapar lo justo la estampa. Después, de refilón,  observa como doy pegamento a los bordes y pongo el papel. -“Te” ha quedado precioso-, me dice. Todos los jueves me enseña cómo hacer cuadros. Todos los jueves ella se interpone entre mis manos y mi cuadro. Pero, mientras lo hace, sonríe y su cara se vuelve preciosa. A veces paro de mirar el papel y me entretengo en mirarla a ella mientras me explica cómo debo cortar. Cuando ella se da cuenta para también. Y me mira. Y se ríe. Y nos abrazamos entre risas. -Cuánto te quiero-, le digo.

Anónimo

En el hospital. Tiene la cadera rota y no es del todo coherente al hablar, pero me dice que le diga a su mujer que está bien, que no se preocupe.

La he buscado en la Residencia y le he dado el recado. Está nerviosa y preocupada, quiere ir a verle, pero no sabe cómo llegar hasta allí, le asusta perderse. -No te preocupes- le digo -yo te llevo-. -¿Tú?- me dice, no me conoce de nada -¿estás arreglada?- le pregunto, y, como me dice que sí con sus labios pintados de rojo hasta casi más allá de los bordes, le digo que no hay más que hablar y pido permiso en la residencia para llevármela.

Hemos comido juntas en la cafetería del hospital antes de subir. Está deseando verle. Me dice que le quiere y me dice también, una y otra vez, que qué sorpresa se va a llevar más grande cuando la vea.

Es cuando subimos a la habitación cuando se me hace un nudo que no consigue sujetar mis lágrimas. Es cuando él la descubre lleno de sorpresa y se emociona y llora como un niño y ella se arrima a la cama y le susurra y le acaricia y llora. Es cuando discretamente salgo de la habitación y les dejo un rato a solas sintiendo que el amor es algo precioso.

Apenas unos días después alguien me ha dicho que él ha muerto, y yo sé que cogimos al vuelo un tren cuya última parada fue precisamente aquel día. Preciosa fracción de eternidad. Gracias.

Juan

A Juan le fallan su cuerpo y su cabeza. Y en medio del caos de su cabeza y de su cuerpo solo queda, desnuda y clara, su necesidad de amor. Y aprendo de él que más allá de nuestro cuerpo, más allá de nuestra cabeza y de nuestros pensamientos, más allá de nuestro propio ruido, más allá de todo lo prescindible, solo queda lo que realmente somos: amor.

Somos amor y somos necesidad de ser amados. 

-Cásate conmigo- me ha dicho hoy –yo te llevo de viaje y de baile- me ha dicho con su pierna recién amputada- , yo te cuido-

Me encantaría- le digo yo -pero es que tengo un problema enorme- le sonrío- que ya estoy casada…¿qué hago con mi marido, Juan? ¿cómo solucionamos este problema?- durante un segundo, él se queda pensativo -Pues vaya- me dice al final- pues sí que tenemos un problema- y cerramos el tema sonriendo él también.

Es un juego dulce, cargado de ternura.

Luchando contra el olvido. Tirando, suavemente con las manos, del amor que en alguna parte queda sin olvidar.

Donila

Me ha dicho que su hijo es escritor, poeta. Así que después, con tiempo, he buscado y encontrado un poema precioso escrito por él. Y música de fados porque el poema es sobre Lisboa. Ya solo me queda esperar al próximo lunes para recitar el poema en la residencia, cuando estemos de nuevo todos reunidos (¡he tenido que ensayarlo varias veces en casa porque entono fatal!), y dedicárselo a ella. Y entusiasmarme mientras imaginando la alegría y el orgullo que sentirá. Pero cuando por fin ha llegado el lunes y he ido no la he visto. Al cabo de un rato he preguntado por ella. Ha fallecido. Tristeza de un poema vacío, regalo sin dueño, entre mis manos. Y urgencia para el amor.

Anónimo

En el hospital. Cuando la veo sé que queda poco ya, muy poco.

He aprendido a descubrir cuando la muerte está, simplemente, ahí. Y hoy está aquí, negra, huraña, en este moridero de musgo sin camelias. Y busco al párroco pero no le encuentro, así que vuelvo a la habitación.

Sola. Está sola. Sola. Sola. MURIENDO SOLA. Crujiendo, el silencio de la incomprensión. Aprieto su mano sudorosa, tan humana que se me hace horrorosamente querida y la acaricio una y otra y otra vez. Y decido que tal vez, si yo fuese otra persona diferente a mí, tal vez ella, probablemente me consolase oír bajito la salve de las mañanas de mayo del colegio -me parece que de hace miles de años- cuando recorríamos los pasillos y el patio y las escaleras del colegio cantando, en fila -sin principio ni fin la cola de niñas-, y todo se inundaba de María, inocencia y amor.

Y bajito para no molestarla -bajito para que tampoco se me oiga mucho fuera de este lugar sagrado que es solo suyo y mío- le canto, suave, suave, la salve. Como en las mañanas de mi infancia.

Valentín

Valentín, un anciano en silla de ruedas, enjuto, presume de ser comunista y ferroviario, un día me comenta la boda de su nieta que se casaba esa misma tarde de Julio. Me insiste en cuanto le gustaría haberle dado un beso y un regalo. Así yo mismo, sin mi Parkinson y con mi Volkswagen verde me dispuse a hacer feliz a Valentín y llevé a cabo la entrega. Me fui a la boda  al terminar les leí a todos la carta del abuelo y le di el beso a la novia Todos felices”.